“Mi organización”

“Mi organización”. Pedro Sánchez repitió al menos diez veces esta expresión en su comparecencia. Es lenguaje de partido. Es una expresión que puede sonar mal en un debate parlamentario. ¿Por qué Sánchez se refiere una y otra vez a su organización? Porque la ve en peligro.
La caravana socialista se halla rodeada, recibe disparos de todas partes y ha perdido contacto con el Séptimo de Caballería. El PSOE se halla en el interior de un peligroso desfiladero sin el apoyo explícito del influyente grupo de comunicación (Prisa), que durante decenios, con altibajos, le ha ayudado a construir una gramática hegemónica. La narración hegemónica del centroizquierda español. No se puede escribir hoy la crónica política de España obviando ese dato. Sin el apoyo del diario El País y de la cadena Ser, Felipe González habría perdido el referéndum sobre la OTAN en 1986.
Todo se ha precipitado en los tres últimos meses. Después del apagón eléctrico de abril se han producido una serie de cambios y movimientos en el interior del Madrid DF que amenazan con fundir los plomos del Partido Socialista. Esos plomos podían haberse fundido ayer mismo, pero el debate concluyó con la sensación de que Sánchez, una vez más, ha logrado salvar la bola de set, cuando ya parecía irremediablemente derrotado. Una bola de set, no de partido. El partido lo sigue teniendo cuesta arriba.

Pedro Sánchez ante la prensa gráfica, poco antes de iniciarse el debate parlamentario
Dani Duch“Mi organización”. Sánchez habló ayer para los suyos, en un sentido concéntrico: los supervivientes del Peugeot, que cada vez son menos; el actual grupo dirigente, los dirigentes autonómicos, los dirigentes provinciales y locales, los afiliados, los simpatizantes, los votantes y en último lugar, los ciudadanos en general. El ordo amoris de Sánchez es hoy concéntrico. Bajo asedio, el orden de los afectos aconseja cuidar en primer lugar al grupo dirigente, porque si este se rompe, la principal fuerza política española de los últimos cincuenta años podría venirse abajo. Sánchez hizo otra cosa: recordó los casos de corrupción durante el mandato de Felipe González y reivindicó a José Luís Rodríguez Zapatero. El PSOE actual, asediado, sin Séptimo de Caballería, frente al PSOE caoba y emiliano.
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El PSOE no es el Partido Socialista italiano que se desintegró en 1991 como consecuencia del proceso Mani Pulite. Es más fuerte. Tiene raíces más profundas, pero hoy experimenta una minoría mediática que no había conocido desde 1976.
Con la percha de un Plan Estatal contra la Corrupción, el presidente se sometió ayer a una moción de confianza encubierta, sin votación, que logró superar gracias a Yolanda Díaz y Gabriel Rufián. Díaz no puede decir “mi organización”, porque no la tiene. Ha intentado construirla, pero no lo ha logrado. Es la vicepresidenta segunda y ayer se hallaba en una situación triste y dramática, puesto que su padre, el sindicalista gallego Suso Díaz, acababa de morir. Decidió intervenir en el Congreso, emergió con nervio y apuntaló a Sánchez. Ha ligado su suerte a la del presidente. Rufíán aportó color, ingenio y viveza. Rufián pertenece a Esquerra Republicana, pero habla cada vez más como un candidato independiente de izquierdas.
La clave del debate estaba en la temperatura de los socios parlamentarios. Una frialdad absoluta habría derrotado a Sánchez. El PSOE no salió hundido.
Feijóo quizá no contaba con ello y se enfadó. Sánchez le recordó todos los asuntos feos del PP, mencionó la fotos con Marcial Dorado, y el jefe de la oposición recurrió a un descarnado ataque personal.
Entonces apareció Santiago Abascal equiparando el PP al PSOE. Vox está a un minuto de denunciar el régimen del 78, como hacía Podemos en el 2014. Vox habla para los muy indignados, mueve la ola del nuevo reaccionarismo juvenil y apunta al 18%. Quizá más. Vox ya señala el caso Kitchen, el mayor cadáver que el PP guarda en el armario.
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